26 de octubre de 2016

TERRITORIO DEL YUKON Descenso en el río Yukón




TERRITORIO DEL YUKON
Descenso en el río Yukón

(video)

   
 “Hay una región donde las montañas no tienen nombre y los ríos corren hacia Dios sabe dónde”

Robert Service (escritor yukonés)



 
DESCENSO DEL YUKÓN
Llega el momento tan esperado, el Yukón nos aguarda. En el hotel conocemos a Robert, el guía para los próximos días en el río. Descenderemos un tramo de 300 km, junto con 3 canadienses y 2 suizos. Compartiremos la aventura durante 6 días. En total somos 8 expedicionarios.

Al día siguiente con verdadera ansiedad por adentrarnos en tan secular río, nos encontramos de  nuevo con Robert a las 08:30. En una furgoneta con remolque vemos las canoas canadienses que serán nuestros vehículos durante el raid por el río. Tienen 4,60 m de eslora y unos 95 cm de manga. En nuestro equipo contamos con una gran mochila de goma por canoa y dos bolsas estancas para el equipo personal, aparte del chaleco salvavidas, siempre lo llevaremos puesto durante la navegación. Cada canoa lleva dos bidones de cierre hermético, para víveres y material común, así como un remo de repuesto. Todo se amarra y asegura a los listones de sujeción. Nos proporcionan un espray, ante la amenaza de osos, que dispara un líquido irritante a base de pimienta.
 
 Ya en las proximidades del Lago Laberge, nos equipamos con la indumentaria. Aparecen dos motoras que nos trasladan con todo el equipo hasta la desembocadura del lago (si lo hiciéramos remando nos llevaría 3 días más, nos comenta Robert, puesto que no tiene corriente). Las motoras nos dejan en Lower Laberge, donde hubo un antiguo poblado dedicado al transporte fluvial. Almorzamos donde queda un pecio, restos de una antigua nave de madera que naufragó. Como todos los vestigios de estas características, están catalogados como patrimonio nacional, no pueden ser modificados ni trasladados.
 Comenzamos a remar al mediodía, son las primeras horas de navegación por el Yukón y damos paladas amplias cada uno por un lado de la canoa, siendo el de la popa el que dirige haciendo de timón con el remo. La corriente es de unos 11 km/h, y nos traslada, silenciosamente, cuando paramos para descansar. Además tenemos buen tiempo. Llegados al primer campamento, hay que descargar todo el equipo y amarrar las canoas a la orilla. La cena de hoy son salchichas de bisonte y Robert enciende fuego con sorprendente facilidad. Calentamos dos teteras y dos cazuelas, así siempre disponemos de agua caliente para infusiones y agua hervida para beber. Lo primero es montar las tiendas pues en esta época, al final del verano, las precipitaciones son frecuentes en el Yukón. Después hay que buscar leña para mantener la fogata.
 
 
 Muy temprano desayunamos y la rutinaria labor de levantar el campamento nos lleva una hora todos los días. Al principio nos cuesta remar al unísono, pero según van pasando las horas nos coordinamos mejor. El tiempo sigue apacible y continuamos el curso del río, con monumentales bosques de piceas, abetos y álamos en ambas orillas. Hay gaviotas, águilas y también patos. Vemos alces, castores y algún puercoespín, serán los testigos mudos de nuestra aventura.
A mediodía, un aperitivo, y más adelante atracando en la orilla izquierda, observamos las ruinas del poblado Hootalinqua, por aquí pasó, en 1897, el escritor Jack London.  Los indios Tlingit eran sus habitantes. Fue, durante un largo tiempo, un establecimiento para avituallamiento de mineros y viajeros. En 1910 se abandonó, pero, aún hoy, se mantienen algunos tramos de la línea telegráfica. Desde el poblado subimos a un promontorio colindante, donde se obtiene una buena panorámica de la desembocadura del río Teslin.

Volvemos al río y al poco nos detenemos en la isla Shipyard. Tiene un antiguo astillero, ya abandonado, y encierra un secreto: el vapor Norcom, que siendo de buenas proporciones, quedó en dique seco allá por el año 1931. Hoy su visión es fantasmagórica entre la vegetación. Es difícil creer que esta abrumadora soledad del río hubiera visto transitar, en la época de la Fiebre del Oro, unos 25 vapores diarios impulsados con ruedas de palas. Continuamos hasta el siguiente campamento, aquí esa noche el guía nos sorprende con un guiso nativo, a base de verduras, arroz y lentejas.
 La jornada siguiente madrugón. Son las 07:30 y el desayuno norteamericano a tope, huevos con bacón. Salimos a la 09:00, hay optimismo y buen tiempo. El Yukón es generoso con nosotros. Al cabo de una hora, Robert nos muestra una gran roca, ahí colisionó el vapor SS Klondike I, unos 2 km más abajo perviven los restos de la tragedia: una enorme quilla semienterrada en los sedimentos. El Yukón es muy receloso con las reliquias del pasado. Curiosamente un barco se presenta al público en Whitehorse, el SS Klondike II que es un gemelo del que aquí encalló.

Es el tercer día y nos encontramos con más canoas que se nos anticipan mientras comemos. Lo cierto es que, a medida que avanzan los días, los campamentos son más precarios. En ocasiones sólo las piedras negras, que rodean las fogatas, son el único indicio de su ubicación. Ya no hay ni troncos a modo de asiento. Empieza la llovizna y nos enfundamos en las prendas de “Goretex”. Hasta ahora el tiempo nos sonreía, pero las precipitaciones son habituales en el Yukón, incluso en la época estival. El cielo adquiere un tono gris plomizo y el aguacero va en aumento. Ya no son días tan placenteros y soleados. El viento incrementa sus rachas y el oleaje se manifiesta dificultando el remar. En ocasiones juntamos las canoas para descansar mientras el río nos lleva.
 
 
 
 Desembarcamos en una antigua serrería y montamos las tiendas a toda prisa. Esa noche, mientras todos duermen, Óscar y yo actualizamos el diario a la luz de la fogata. La lluvia ha cesado y el silencio invade el campamento. Pero no estamos solos, un castor con pasmosa facilidad cruza el río y ahora por la orilla nada corriente en contra. La verdad es que el Yukón está lleno de vida, también en las horas nocturnas. Hacia las 2 de la madrugada comienza a chispear y después la lluvia aumenta su ritmo, pero estamos en la tienda y mañana será otro día.
 
 
 Amanece un nuevo día, el panorama es gris, se avecina una dura jornada. En Big Salmon Village, otro antiguo asentamiento, visitamos el arte funerario de estos pueblos nativos, pero a prisa retornamos a las canoas y vuelta a llover. Un poco más abajo contemplamos una pequeña draga. Son muchas las huellas de la Fiebre del Oro y cada día tenemos un nuevo descubrimiento. Lo cierto es que, el estado canadiense, lo mantiene celosamente intacto. Tras unas cuantas horas de navegación, acampamos de nuevo, e intentamos secar la ropa, pero la humedad es persistente. Parece como si los espíritus del Yukón reclamasen, en sus dominios, el derecho a la soledad.  Es la última noche. La aventura ha sido intensa y apuramos las infusiones de menta, recolectadas a la orilla del río.
 
 
 
 Por la mañana, en dos horas, alcanzamos la localidad de Carmack, nuestra meta. No hay embarcadero y el escalón es considerable. Un resbalón y Javier cae al agua del Yukón con todo el equipo. Todo un final apoteósico. De nuevo nos recoge la furgoneta, llegamos a Whitehorse y finalmente en el famoso Klondike Rib & Salmon, cenamos, celebrando nuestra odisea y pensando en la siguiente, el Chilkoot Trail.
 “Me convertí en vagabundo por la cantidad de vida que había en mí, por la pasión de viajar que palpitaba en mi sangre y que no me dejaba tranquilo”

                  Jack London


Guión: Javier Fernández
Fotos: Óscar Díez





TERRITORIO DEL YUKÓN Chilkoot trail y Fiebre del Oro




TERRITORIO DEL YUKÓN
Chilkoot trail y Fiebre del Oro

(video)


“Hay una región donde las montañas no tienen nombre y los ríos corren hacia Dios sabe dónde”

Robert Service (escritor yukonés)





CHILKOOT TRAIL

Desde la localidad de FRASER tomamos el histórico tren cuyo ferrocarril se construyo en 1898 conectando Skaway en Alaska, con Whitehorse en Canadá. Su construcción tiene los tintes de obra titánica de ingeniería y mano de obra en su época, puentes de madera,- restaurados con el tiempo-, túneles, impersionantes desniveles.

El Chilkoot trail está declarado Lugar Histórico Nacional y buena prueba de ello es la cantidad de utensilios, herramientas y dispositivos oxidados que abundan durante los 53 Km de recorrido. La entrada al Parque, en la actualidad, está restringida a 50 personas diarias. Hace más de un siglo miles de personas, podríamos llamarlos mineros de fortuna, protagonizaron la que, seguramente, fue la mayor migración en pos del preciado metal amarillo. Se trataba del camino más rápido y económico hacia las regiones en las que se encontró el oro.
Con apenas tiempo para visitar el museo de Skagway, nos llaman la atención las mercancías que portaban los mineros para entrar en Canadá. Cada uno tenía  que llevar una tonelada de víveres, con el fin de asegurar su subsistencia durante la temporada y eso, para algunos comerciantes, arrieros y hoteleros, supuso un fructífero negocio. Registramos, en la Oficina de Parques, nuestra llegada, recibiendo instrucciones y el permiso correspondiente para poder transitar y acampar en el Parque.

Hacia el mediodía nos desplazamos en vehículo un poco más al norte, al abandonado pueblo de Dyea. En 1897, la actividad era frenética, pero hoy apenas quedan restos, tan sólo alguna columna de sujeción de los antiguos muelles. Nos encontramos en la desembocadura del río Taiya, son las 3 de la tarde y comenzamos el Chilkoot Trail.
 El camino gana altura lentamente, el bosque es muy denso y en las zonas más encharcadas hay pasarelas de madera. También cruzamos los primeros puentes sobre los torrentes que bajan de las montañas. La ruta está muy bien documentada, con carteles explicativos a lo largo de todo el recorrido. Aparecen las primeras reconstrucciones, en las zonas de acampada, de las cabañas que abundaban en los campamentos de la época. Son estructuras de madera cubiertas con lona blanca y en su interior hay una pequeña estufa de leña. También encontramos alguna cabaña más sólida, hecha de grandes troncos de madera. Esta noche alcanzamos el campamento de Canyon City y somos muy pocos los que aquí acampamos.
 Amanece. Por la noche insiste el mal tiempo y cuando emprendemos la marcha, continúa la lluvia fina y constante. Cruzamos un puente colgante para llegar al lugar donde se emplazaba la propia Canyon City. Ya nada queda, excepto algunos enseres oxidados y la gran caldera de vapor de uno de los teleféricos que servían para transportar cargas hasta el collado. Pasamos por un lugar llamado Frozen Highway, la pista helada, pues en invierno se usaban trineos para transportar la carga sobre los cursos de agua congelada. Tengamos en cuenta que esta ruta se hacía durante todo el año y en alguna ocasión los mineros quedaban bloqueados por el hielo, obligándoles incluso a invernar en el lago Laberge.
 Hoy acamparemos en Sheep Camp donde encontramos un par de cabañas habilitadas y encendemos fuego para calentarnos y secarnos. Con tanta lluvia el barrizal es la tónica de estos días. Por la tarde la ránger Ana nos da sus recomendaciones para el día siguiente, que será el más exigente: atravesaremos el Paso Chilkoot.
 Nos levantamos a las 7 de la mañana y sabemos que el día será duro, pero nada si lo comparamos con las penurias de miles y miles de mineros, que ansiosos por la codicia del mineral, emprendían el camino más incierto que jamás hubieran hecho en su vida. Las fotos del sueco E.A. Hegg son un fiel reflejo de  las llamadas “Escaleras Doradas”: para muy pocos el camino a la gloria, para muchos otros el camino al infierno. Fue el 16 de agosto de 1896, cuando el cateador George Carmack junto con dos guías nativos, consiguen las primeras pepitas de oro en un riachuelo llamado Rabbit, conejo, y que posteriormente sería rebautizado como Bonanza Creek, un tributario del río Klondike.
 Volviendo a la Ruta Chilkoot, ahora a la lluvia se añade la niebla y poco a poco los recordatorios de la época se dejan ver: sirgas oxidadas, restos de herramientas, metales deformados, incluso alguna rueda de un teleférico que funcionó algunos años. Aquí la senda desaparece, dando lugar al canchal de grandes bloques y fuerte pendiente. Por si fuera poco, el viento y la lluvia arrecian y unos postes verticales, de color naranja, son la única guía, hasta el alto, que tenemos entre la niebla. Ya arriba la pendiente se suaviza y por terreno caótico, cruzando algunos neveros, llegamos a “La Cumbre”, donde se sitúa  la frontera marcada con un gran hito: no hay aduana, y sin más, pasamos de Alaska a Canadá.
Poco más adelante encontramos la cabaña del guarda parques canadiense y un refugio de emergencia donde Christine la guarda parques, siempre pendiente de los expedicionarios, tiene a mano unos termos con café e infusiones y una estufa para que nos calentemos, dadas las malas condiciones meteorológicas. Tiene que bajar hasta Happy Camp, donde tenemos que hacer noche, y se brinda a acompañarnos.
 
 
 
  El descenso es suave; hay que cruzar algunos torrentes y mojarse un poco. Vamos primero por la orilla del Crater Lake y ya más abajo paralelos al río. Hay una buena panorámica y el tiempo mejora; ya ha pasado lo peor. En Happy Camp, como en todo campamento, lo primero es guardar la comida en las taquillas metálicas a prueba de osos; y en algunas se pueden ver los zarpazos de los plantígrados. Tengamos presente que el olfato de un oso es siete veces “más perfecto” que el de un sabueso.
 
  La marcha de hoy es hasta al Lago Lindeman, distendida y con buenas panorámicas aunque el tiempo sigue inestable. Pero en cualquier caso cada rincón rezuma naturaleza rebosante y por el camino nos podemos permitir el lujo de recolectar arándanos. Al atardecer los abetos se extienden enmascarados y tenebrosos por la falta de luz.
 El campamento de hoy se encuentra en un bello enclave, junto al dantesco Lago Lindeman. Cortamos leña y el fuego nos reconforta. Sólo un pequeño incidente cuando resbala del camping gas la cazuela con agua hirviendo, va a parar al pie de Óscar que ya calza sandalias. En seguida llega la ayuda por lancha y tras una primera cura, ya por la mañana, la guarda parques Christine, que lleva destinada 40 años en este bello enclave, nos traslada en la moderna lancha del parque. Navegando a 40 nudos recorremos la inmensidad del lago y desde el embarcadero, al poco alcanzamos la estación del tren en Bennet, a orillas del lago homónimo, regresando de nuevo en el ferrocarril histórico hasta Carcross.
 

Llegamos a Whitehorse, ya por carretera, donde finalizamos en el mismo sitio donde empezamos. Últimas compras en la ciudad y mirando aquella estatua erigida al buscador de oro, nuestra promesa de guardar siempre el respeto y admiración de tantos y tantos mineros que abrieron huella en un entorno tan bello y hostil a la vez... se parecen a nuestros sueños, nunca tienen final.

Guión: Javier Fernández
Fotos: Óscar Díez